miércoles, 13 de agosto de 2014

agosto 13, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

No lo digo por hacerme propaganda, pero soy un pecador. Mea culpa. Y ni siquiera un gran pecador -mea maxima culpa-: soy sólo un modesto, moderado, módico, morigerado pecador. Digamos que soy un pequeño burgués pecador. Ninguno de mis pecados sería suficiente para sobresaltar al buen Padre Jáuregui, de mi ciudad, Saltillo, quien un día, al escuchar la confesión de una mujer, salió escandalizado del confesonario al tiempo que exclamaba con estentórea voz que llenó el templo: “¡Ah bárbara! ¡Déjame ver quién eres!”. Por eso, porque tengo mis propios pecados -algunos muy impropios-, no me siento con derecho a hablar de los pecados de mi prójimo. Lo hago sólo cuando la culpa ajena trasciende los límites de lo privado y se hace pública. Una de las peores faltas que hay es la soberbia. Madre de todos los pecados, por soberbia cayó el ángel maligno, Lucifer, y por soberbia también cayeron nuestros primeros padres, con cuya caída caímos todos los humanos, excepción hecha de algunos como Francisco de Asís, Cervantes, Mozart, Van Gogh, la Madre Teresa, Harpo Marx y otros en quienes ha residido la esencial inocencia de la criatura humana. La soberbia, pienso, es el pecado de los tontos, exasperante siempre y risible muchas veces. La soberbia es el ropaje con que se viste el cuerpo para ocultar la desnudez de la mente y el espíritu. Causa pena ver cómo algunos profesionales de la religión, esos que se sienten compadres de Dios y concesionarios únicos de su palabra, actúan con arrogancia detestable. Tal el caso de Juan Sandoval Íñiguez, cuya actitud contrasta con la de su superior el Papa, hombre bueno, ejemplo de humildad y sencillez. Hace unos días, en Guadalajara, durante la misa de exequias de una dama, los músicos del coro empezaron a interpretar “Dios nunca muere”. Hermosa música es la de ese vals, y su letra profundamente religiosa. No tienen esa belleza y esa hondura algunos ñoños cánticos que se escuchan en los templos desde que la Iglesia postconciliar hizo a un lado el canto gregoriano, una de sus más preciadas joyas. Con eso las diversas denominaciones evangélicas, dueñas de un riquísimo y antiguo himnario, ganaron la primacía en la música cultual. Pues bien: Sandoval Íñiguez, oficiante en aquella misa, interrumpió con aspereza el bello vals, cuya interpretación había pedido la familia de la desaparecida, porque era su pieza predilecta. “Ésa no es música de iglesia”, dijo el altivo dignatario. No respetó el sentimiento de sus fieles. Impuso su criterio, a mi entender equivocado: he oído una pieza devocional en la cual se le puso letra a una melodía -Blowin’ in the wind- de Bob Dylan, quien no es precisamente un músico de iglesia. Pero aquel señor que dije es altanero, y gusta de imponer siempre su mal entendida autoridad. Jerarcas como él, y otros igualmente autoritarios, egocéntricos y vanidosos, le quitan con su mal ejemplo más fieles a la iglesia católica que todas las nuevas sectas juntas. No sé si al decir esto caigo yo mismo en culpa de soberbia. Si así es, yo pecador. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, contrató los servicios de una sexoservidora bastante cara, aunque no tan cara como las que amenizan los convivios de algunos diputados panistas: ésta cobraba sólo 3 mil pesos por el rato. La llevó a su departamento. En el momento mismo en que estaban entregados al consabido in-and-out, Afrodisio le dijo a la muchacha: “No debería estar haciendo esto, con lo que tengo”. Ella, alarmada, le preguntó: “¿Qué tienes?”. Respondió Pitongo, apesadumbrado: “30 pesos”. Al empezar la noche de bodas el maduro desposado le pidió a su flamante mujercita: “Quítate el.”. “¿El qué?” -preguntó ella. Respondió, desconcertado, el añoso galán: “Ya se me olvidó”.Babalucas le reclamó a un amigo: “¿Por qué no me has llamado?”. Replicó el otro: “¿Cómo puedo llamarte, si no tienes teléfono?”. Protestó Babalucas con enojo: “¡Pero tú sí tienes, caón!”. En el departamento de la chica el ardiente galán le hizo a su dulcinea algunos tocamientos encendidos. Ella se molestó bastante. “¡Sal inmediatamente!” -le pidió irritada. “No puedo” -dijo él. “¿Tanto me amas?” -se conmovió la muchacha. “No -precisó él-. No puedo salir mientras no me sueltes la parte que me tienes agarrada”. FIN.