domingo, 13 de julio de 2014

julio 13, 2014
Prof. Limbert Iván Interián Gallegos

“Despacio que tengo prisa”. Máxima que se le atribuye a Napoleón Bonaparte. Se dice que lo indicaba cuando lo auxiliaban a colocarse el complemento de su indumentaria que como general francés portaba en sus años de grandeza y gloria. Situación que lo hacía ver y estar impecable y siempre a tiempo en sus compromisos.

Máxima que cada uno de nosotros debería repetir hasta memorizar para que al empezar a ponernos en marcha al inicio de nuestras  actividades cotidianas, lo hagamos con la mayor tranquilidad del mundo. Y así llegar impecables y sanos y salvos a nuestro destino.

Lo diré y aclararé, aunque resulte obvio y evidente por los innumerables ejemplos que pudieran darse como justificación para hacer caso a este pensamiento.

Cuantas veces por nuestra desesperación, por nuestras prisas, siempre olvidamos llevar con nosotros algún documento u objeto de uso personal o hemos tenido imprevistos en el camino. 

En otras circunstancias esa vida alocada que llevamos, hace que nos comportemos con exagerada temeridad y torpeza al caminar atropelladamente entre la gente. O bien al conducir algún automotor provocando perjuicios propios y ajenos, cuando queremos rebasar al de adelante o ganarle el tiempo al semáforo. 

Cuántas veces hemos sido testigos o partícipes del ruido cuando hacemos sonar el claxon o sacamos la mano para hacer una señal ofensiva y de mal gusto con nuestros dedos, a algún conductor o peatón que tenga la desgracia de pasar por nuestro camino.

O lo que se ha vuelto común en estos tiempos de desesperante comunidad cuando alguna damita haciendo  gala de mucha habilidad va conduciendo  su vehículo al mismo tiempo que se maquilla, para llegar bien presentable a su trabajo.

También hay padres de familia o tutores que aprovechando –y a pesar de ello- que existe en la mayoría de las escuelas el convenio de los diez minutos de tolerancia pasando la hora en punto de entrada, se esperan hasta el último momento de la hora y diez para que el alumno junto con ellos lleguen atropelladamente hasta la escuela.

Y por supuesto que van que vuelan al igual que algunos maestros -que nunca faltan en estos casos-, sin medir las consecuencias que podrían ser , como un accidente, lo que sería doblemente muy lamentable. Ni llegarían a la escuela y si tendrían que ser hospitalizados o peor aún ser despedidos por sus seres queridos, por un viaje sin regreso.

Esta mala costumbre que se ha adoptado en muchos centros escolares, es el producto de largos y añejos vicios y errores de autoridades escolares de todos los niveles, que anteponiendo sus exclusivos y  muchas veces negros intereses para perpetuarse en el poder, han tolerado. Esta situación deja más que evidente el nulo interés por la preservación  de las buenas costumbres por medio de una educación verdaderamente de calidad.

La solución es tan simple como el poner a tiempo nuestro reloj con veinte minutos a diez de anticipación de la hora  y pico, lo que nos permitiría con menos riesgo, llegar siempre a tiempo a cualquier destino o compromiso que tengamos.

Los directivos escolares y los docentes, han de ser siempre los que pongan el ejemplo de vida. Esa actitud ayudaría a recuperar las buenas costumbres y la urbanidad en el comportamiento de padres de familia y tutores como de los propios alumnos.

Es verdad que todo principio es difícil, pero si estamos seguros y convencidos de lo queremos y consideramos bueno para todos, el cambio de actitud es posible.

No olvidemos que el presente y el futuro de México  -nuestras niñas y niños-, están hoy más que nunca en gran peligro.