miércoles, 23 de julio de 2014

julio 23, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

El bien que no se hace bien es causa de mucho mal. Quizá esa frase no sea merecedora de ser inscrita en bronce eterno o mármol duradero, y ni siquiera en plastilina verde, pero contiene una verdad, la misma que se expresa en aquel viejo adagio según el cual el infierno está empedrado de buenas intenciones. Tal es el caso de la señora llamada Mamá Rosa. Su obra, nacida de un impulso generoso, terminó siendo el peor de los infiernos, un sitio horrible de suciedad, promiscuidades, miserias físicas y morales, de abusos espantosos cometidos por quienes tenían poder sobre los niños y niñas condenados por el infortunio a estar ahí. Es difícil pensar que la señora Verduzco no conociera esa viciosa situación, que venía de mucho tiempo atrás. Si la ignoraba es que ningún trato tenía con sus asilados, que no cuidaba bien de los niños y adolescentes a quienes debía proteger. Al final ni su obra era ya una familia ni ella una mamá. Su gestión devino en una red de apoyos económicos, influencias políticas y religiosas y relaciones poco claras que finalmente corrompieron lo que al principio fue una bella obra de caridad. Desde luego la acción ordenada por Jesús Murillo Karam contra esa persona fue una torpe desmesura, pero ciertamente no exime a la señora de responsabilidad moral por los graves actos que sucedían cotidianamente en la casa que fundó y que dirigía. En un país de leyes y justicia habría sido sometida a proceso, si no por sus acciones sí por su culpabilísima omisión. Es necesario ahora ver por los niños y niñas, por los jóvenes y jovencitas que vivían ahí en condiciones peores que las de una cárcel o un campo de concentración. A las instituciones civiles y eclesiásticas, a todos aquellos que apoyaron la obra de la señora Verduzco sin cuidarse de ver si su ayuda estaba bien encaminada, toca responsabilidad en el destino de esas criaturas que aparentemente recibían amparo y que en verdad estaban en el peor de los abandonos. Lo dicho: ¡cuánto mal hace el bien que se hace mal!... Para aliviar la gravedumbre de la anterior perorata narremos ahora la historia del Gran Saltarello, extraordinario artista de circo. La carpa llena de un público expectante, el director de pista  anunció con campanuda voz: “¡Damas y caballeros, que de seguro los hay entre esta numerosa concurrencia! ¡Nuestro artista exclusivo, el Gran Saltarello, subirá a un trampolín de 15 metros de altura, y se lanzará de clavado a un barril con  agua!”. Por una escala de cuerda trepó el audaz atleta. Se oyó redoble de tambores; arrojose Saltarello; cayó en el barril y salió de él incólume y sonriente. Una ovación atronadora saludó su hazaña. “Ahora, señoras y señores -siguió el magnílocuo director-, el Gran Saltarello subirá a un trampolín a 30 metros de altura, y se tirará de clavado ¡a una cubeta con agua!”. Se lanzó desde la altura Saltarello; cayó en el centro mismo del balde y emergió de él indemne y triunfador. El público lo vitoreó con entusiasmo, y luego se puso en pie para marcharse. ¿Qué más se podía ver después de aquello? “¡Un momento! -clamó el director de pista-. ¡Falta todavía lo mejor! Señoras y señores: el Gran Saltarello subirá a un trampolín de 50 metros de altura, y se lanzará de clavado ¡a un trapeador húmedo!”. La gente no daba crédito a lo que había escuchado. Lanzarse a un barril con agua, y hasta a una cubeta, era proeza grande, pero ¿a un trapeador, aunque estuviera mojado? ¡Eso era algo imposible! En profundo silencio el público siguió el ascenso del atleta hasta aquella vertiginosa altura. Vino el ayudante con el trapeador, e imprimiéndole un movimiento rotativo lo extendió en el piso. Se escuchó nuevamente el ominoso redoblar de los tambores. Saltarello se lanzó al vacío. Tan larga fue su caída que alcanzó a dar dos maromas en el aire, igual que clavadista olímpico. Salto de precisión fue el suyo: cayó limpiamente sobre el trapeador. Pero. ¡qué horrible batacazo se dio en esta ocasión! Quedó tendido en el suelo, lacerado, con dos o tres costillas rotas y echando sangre por nariz y boca. A duras penas se pudo levantar, y preguntó luego hecho una furia: “¿Quién fue el hijo de la tiznada que exprimió el trapeador?”. FIN.