viernes, 20 de junio de 2014

junio 20, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

El esposo entró entró en la recámara y vio en el lecho conyugal a su mujer en compañía de un sujeto. Antes de que el marido pudiera abrir la boca le dijo la señora: “Tú tienes la culpa, por dejarme sola tanto tiempo”. Clamó el marido: “¡Pero si nada más fui a la cocina a traer un vaso de agua!”. Un león le comentó a otro: “Debo estar volviéndome loco. Cada vez que lanzo un rugido empieza una película”. Se casaron don Calendaro y doña Pasita, él de 85 años, de 80 ella. A la mañana siguiente de la noche de bodas la desposada oyó correr agua en el lavabo del baño donde estaba su flamante maridito. Le preguntó con voz dulce: “¿Te estás lavando los dientes, vida mía?”. Él respondió con tono igualmente melifluo: “Sí, mi amor. Y de paso aproveché para lavar también los tuyos”. El gatito llegó tarde a su casa. El gato y la gata, sus papás, lo reprendieron duramente. Gimió el gatito: “¿Por qué no me dejan vivir mis siete vidas?”. Dos señoras de la comunidad judía de Nueva York estaban platicando. Le comentó una a la otra: “¿Supiste que el Papa hizo una declaración diciendo que los judíos no fueron culpables de la muerte de Cristo?”. “¿De veras? -se interesó la otra-. ¿Quiénes tuvieron la culpa?”. “No sé -responde la primera-. Supongo que ahora culparán a los irlandeses o a los italianos”. Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le preguntó al apuesto boy scout: “¿Ya hiciste tu buena obra del día, joven?”. Respondió el muchacho: “Sí”. Inquirió la señorita Sinpitier: “¿Y tu buena obra de la noche?”. En medio de un ominoso augurio -la decepcionante salida del equipo español de la Copa del Mundo- subió al trono de España el nuevo rey, Felipe VI. Su discurso de asunción fue al mismo tiempo prudente y conceptuoso. Dijo lo que tenía que decir, y lo dijo muy bien. El uso de un lenguaje conciliatorio no le impidió dejar claras sus ideas y convicciones, sobre todo en lo relativo a la unidad de la nación. Prometió dar dignidad a la corona con su conducta, pero en ningún momento pareció estar haciendo algún reproche a su padre o a cualquier otro miembro de la anterior familia real. Aunque soplan ahora vientos de fronda sobre la institución monárquica, el nuevo monarca, su esposa y sus pequeñas hijas tuvieron muestras de cariño que hacen pensar que su llegada al trono fue en general bien recibida, y que la oportuna abdicación del rey Juan Carlos hizo que quedaran atrás pasados resquemores. Nunca me cansaré de repetir que amo profundamente a España y a todo lo español. Me nutrí en la cultura de la España Madre; su influjo es el mayor en mi pensamiento y en mi sentimiento. Desde ese amor declaro que me dolería profundamente la fragmentación de España, la ruptura de cualquiera de sus partes. Por encima de cualquier nacionalismo, legítimo por lo demás, está la unidad de la nación, fincada en el respeto a la diversidad de lenguas, culturas y tradiciones, y fortalecida con el reconocimiento de la autonomía de las comunidades. España debe ser una. Por eso es importante la institución monárquica, única que por su neutralidad y sus raíces puede convocar a todos los españoles a mantenerse unidos, pues cualquier secesión lastimaría lo mismo al miembro amputado que al cuerpo del cual se separó. Por eso deseo todo bien al nuevo y joven rey; por eso deseo todo bien a España. Advierto, sin embargo, que mis cuatro lectores me están haciendo señas desesperadas. Ahora caigo: mi deber es orientar a la República de mi país, no a la monarquía de algún otro, aunque me sea muy querido. Suspendo en este punto, pues, mis meditaciones sobre España, y procedo a narrar un cuentecillo final que aligere la gravedumbre de las pasadas reflexiones. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, estaba yogando con una mujer casada en el domicilio conyugal de la mujer. En eso llegó el marido. Afrodisio saltó por la ventana sin siquiera cuidarse de tomar su ropa (en esos casos se ponía siempre la más viejita, por si se veía en la necesidad de dejarla). El marido tomó una pistola y le disparó un tiro. “Oí la bala dos veces” -contaba después el lúbrico galán. “¿Cómo dos veces?”” -preguntó alguien sin entender. Explicó Afrodisio: “Una cuando la bala me pasó a mí, y otra cuando yo pasé a la bala”. FIN. (Milenio)