domingo, 16 de marzo de 2014

marzo 16, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

La misma noche del día en que finó el finado un su compadre visitó a la viuda. “Comadre -le dijo después de algunos prolegómenos-, ¡qué guapa se veía usted en el panteón!”. Respondió ella bajando la cabeza con modestia: “Y eso que el negro no me va muy bien”. Prosiguió el visitante: “Pensará usted que soy un atrevido, pero seguramente habrá notado que me gusta mucho. Si no se lo dije antes fue por respeto a mi compadre, y porque el pobrecito era muy bueno para los ingazos. Ahora me pregunto si podría yo llenar el hueco que dejó el difunto, aunque sé bien que es un hueco muy grande”. Algo molesta contestó la viuda: “Ni usted conoce el hueco ni yo conozco la capacidad llenadora de usted, de modo que es mejor no tratar ese tema. En todo caso quisiera saber cuáles son sus intenciones”. “De antemano le digo que son serias -aseguró el sujeto-. Le doy mi palabra de que cuando estemos en la cama jamás me reiré”. “Adelanta usted vísperas, compadre -acotó ella-. Ni siquiera se ha enfriado todavía el cuerpo de mi difunto esposo y ya está usted manifestándome su carnal deseo”. “Si de eso se trata -replicó el compadre- mañana mismo iré a la tumba y llevaré un ventilador a fin de apresurar el enfriamiento”. “Veo que piensa usted en todo -dijo la mujer-. Otra cosa me gustaría preguntarle, a saber: ¿cuáles son sus disponibilidades económicas? Antes de escuchar la voz de mi corazón me gustaría oír la de su bolsillo”. “Desgraciadamente esa voz no es muy sonora -confesó el compadre-. Recientes quebrantos de negocios me han dejado sin blanca, in albis, impecune. En cosas de dinero mi incertidumbre es tal que ni siquiera sé si el día de mañana podré llevarme algo a la boca”. “Mi marido dejó su clarinete -manifestó la viuda, generosa-. Puede usted llevárselo a la boca cuantas veces quiera. Voy a prestárselo, pero no lo vaya a vender o a pignorar, pues constituye un recuerdo de familia. Si se lo ofrezco es porque no puedo ofrecerle nada más, tomando en cuenta el estado de su economía”. “Algo más que un clarinete esperaba yo de usted, comadre” -dijo el hombre con un suspiro pesaroso. “¿Y qué quiere usted que yo haga, compadrito? -replicó la viuda-. Piano no tengo, y ni siquiera tololoche”. “¿Ni aun puedo esperar -aventuró el pertinaz individuo- una probadita del dulce licor que tantas veces mi inolvidable compadre disfrutó?”. “Mi cuerpo -dijo muy digna la mujer- es hoy por hoy hortus conclusus, huerto cerrado”. “Nadie habla de cuerpos -aclaró el hombre-. Me refiero al finísimo coñac que su marido solía degustar en ocasiones especiales”. “Ése está reservado para don Crésido, el dueño de la casa. Él fue quien lo compró para beberlo cuando me visitaba en las ausencias de mi esposo. Si éste lo consumía a veces, como dice usted, era indebidamente y contra mi voluntad. Nadie debe tomar lo que es ajeno. Con algunas excepciones, claro, como el ya mencionado caso de don Crésido”. “Entonces, comadrita -se apenó el visitante-, discúlpeme por haberle quitado su valioso tiempo. Lo que sucede es que quise poner en práctica un útil consejo que me dio mi abuelo, hombre que supo siempre disfrutar la vida. Me dijo un día: ‘A todas las mujeres que te gusten, hijo, pídeles aquellito. Si de 10 a las que se lo pidas una te lo da, habrás hecho una magnífica inversión’”. Con sincera admiración dijo la viuda: “Nada como los consejos de los ancianos. Son un tesoro de sabiduría que no sabemos apreciar. Mi abuela, por ejemplo, me aconsejaba no ponerle demasiado orégano al menudo. ¡Cuántos quebrantos en la vida me habría yo evitado si hubiese seguido esa prudente admonición!”. “Es muy cierto, comadre -dijo el visitante-. Y ahora me voy. El que mucho se despide pocas ganas tiene de irse”. “Lo acompaño a la puerta, compadrito -se ofreció la viuda-. Y una vez más le ruego me disculpe por no haberle dado lo que con tan halagadora pertinacia me pidió. La vida, usted lo sabe, está muy cara, y una mujer debe ver por su seguridad. Pero dígame: si no es un gran secreto ¿qué trae usted en esa bolsa de papel de estraza?”. “Traigo -respondió el hombre- un kilo de limón”. “¡Limón! -exclamó la mujer con ansiedad-. ¡Y un kilo! Compadre: ¿no gusta usted pasar a tomarse una copita de coñac?”... FIN.