martes, 11 de marzo de 2014

marzo 11, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

A las alumnas de la academia de piano les sorprendía mucho que a su maestra le gustara tanto el circo. ¿Por qué la señora Margarita, que siempre andaba triste, que apenas esbozaba una sonrisa leve cuando alguna de sus discípulas lograba dominar aquella pieza tan difícil, por qué, se preguntaban, cuando llegaba un circo a la ciudad jamás dejaba de ir a todas las funciones, y se sentaba, sola siempre, en un lugar de los más caros, en las primeras filas? Yo recuerdo bien a esa maestra. Murió hace muchos años. Vivía cerca de la casa de mis padres. Cuando iba yo al colegio pasaba frente a su estudio -así llamaba ella a su academia- y me detenía a ver a través de la ventana a las lindas muchachas que frente al teclado repasaban el Beyer, o que sentadas en una silla estudiaban el Solfeo de los Solfeos. A veces me cruzaba con la profesora, y la saludaba, pues sentía admiración por ella. Todo lo que se relacionara con la música me causaba admiración. Después, al paso de los años, escuché su historia, y supe por qué iba siempre al circo cuando alguno venía a la ciudad. La maestra Margarita era todavía joven cuando llegó con una compañía de opereta un músico italiano apellidado Sardinelli o algo así. Violinista él, pianista ella, el común amor a la música los unió en otro amor. Se casaron, y al año fueron padres de una niña rubia y hermosa como el sol. ¡Qué dicha aquélla, que felicidad! La maestra de música no había oído nunca música más bella que la vocecita de Tina, aquella niñita suya, angelical. Pasaron dos, tres años de ventura. Algo sucedió después. Ella no supo qué. Tampoco él le dijo nada. Actuó con esa frialdad y alevosía con que actúan algunos hombres que han dejado de amar a su mujer. Siguió tratándola como siempre la trataba, con afectuosa deferencia. Un día le avisó que irían los tres a la Ciudad de México. Ella necesitaba distraerse, le dijo, divertirse un poco, alejarse de la rutina de la ciudad y de sus clases. Y allá fueron, a la Capital. Tomaron habitación en buen hotel, cenaron agradablemente. Al día siguiente, por la mañana, el violinista tomó en brazos a la niña y le dijo a su esposa que mientras ella se arreglaba saldría un momento con la pequeña para pasearla un poco y mostrarle los escaparates de las tiendas vecinas, arreglados ya para la Navidad. Esa fue la última vez que Margarita los vio. Esperó todo la mañana, pensando que él se habría distraído. Después salió a buscarlos, inútilmente. Luego, desesperada, le informó al gerente del hotel lo que le sucedía. Él la ayudó en una búsqueda telefónica por los hospitales. Luego el hombre llamó a la policía, que también buscó sin resultados. Después de algunos días ella tuvo que regresar, enloquecida, a su ciudad. Ninguna noticia tuvo de su marido y de su hijita. Por meses,por  años prosiguió la búsqueda. Escribió a todos los consulados; pidió ayuda en todas partes. En vano, todo en vano. La niña, su niña, su adoración, había desaparecido llevada por aquel hombre al que ella amó sin conocerlo. Siguió la vida, triste y vacía, para la maestra Margarita . Un día alguien le dijo que su marido, hecho un guiñapo de hombre, empobrecido, dado al vicio del alcohol, andaba tocando en la orquesta de un circo, y que su hija era artista ahí también. Desde entonces la maestra Margarita se aplicó a ir a todos los circos que llegaban a la población. Clavaba la mirada ansiosa en las muchachas que aparecían en el espectáculo, tratando de reconocer en una ellas los rasgos de su hija. Pasaron los años. Pasaron todos sus años. La visité una vez, viejecita ya, reclinada en el lecho del que no habría de levantarse más. Poco tiempo después me enteré de que había muerto. Me contaron que unos minutos antes de cerrar los ojos para siempre le dijo con sonrisa iluminada a alguien que la visitaba, al tiempo que señalaba una silla vacía que estaba a un lado de la cama: "Mira, tantos años que me pasé buscando a Tina, y ahora ella está conmigo aquí"... FIN.