domingo, 23 de marzo de 2014

marzo 23, 2014
MÉXICO, 23 de marzo.- “Luisa”, empleada de una oficina de gobierno, pasó siete días secuestrada. Por Jorge y Luis, ambos estudiantes, pagaron un rescate de 50 mil pesos; y Ezequiel, propietario de un puesto de tacos que él mismo atendía, logró escapar de sus captores, mientras su familia conseguía los 80 mil pesos que le habían exigido por regresarlo.


Ellos, como otros mil 774 mexicanos de clase media que han sido secuestrados en los últimos 14 meses, forman parte del segmento en el que los secuestradores han puesto la mira.

Asalariados, comerciantes y estudiantes constituyen el nuevo perfil de los plagiados, pues 60% de los casos registrados, de diciembre de 2012 a febrero de 2014, tuvieron una de estas tres ocupaciones, según el más reciente informe de la asociación Alto al Secuestro.

De los 3 mil 604 casos documentados que tiene esta asociación, sólo se pudo establecer la ocupación de 2 mil 947 víctimas, de las cuales 625 eran asalariados, 605 comerciantes y 544 estudiantes.

Además, el total de plagios registrados en el periodo mencionado representa un alza de 493%, comparado con el mismo periodo del gobierno de Felipe Calderón, en el que se registraron 608 casos.

El aumento de este delito, considerado por el propio coordinador de la Estrategia Nacional Antisecuestro, Renato Sales, en entrevista con EL UNIVERSAL, como uno de los más “lacerantes”, al convertir “al ser humano en una mercancía y hacerlo materia del regateo más vil”, ha colocado a México en el deshonroso primer lugar mundial.

De acuerdo con el más reciente reporte de la consultora especializada en riesgo Control Risks, en México sucedieron 19% de los plagios, lo cual coloca a nuestro país en el lugar número uno de la lista en términos absolutos. Le siguen India, con 15%; Nigeria, 10%; Pakistán, 10%, y Venezuela 4%.

“Un caso más: al cajón”

Vendada de los ojos, tapada la boca, amarrada de manos y de pies, los secuestradores dejaron a Luisa [nombre ficticio] con una advertencia para que pasara su primera noche de cautiverio: “Tú vas a regresar [a tu casa], pero en pedazos”.

La joven de 25 años, asalariada de medio tiempo en una estancia infantil, puede describir el momento exacto en que esos hombres le quitaron su libertad, como si todos los días, durante siete meses, hubiera repasado el episodio que le cambió la vida.

Eran las 9:30 de la noche cuando alguien la abrazó por la espalda, la inmovilizó, le tapó la boca, le vendó los ojos y la arrastró a un carro. Sólo le faltaban un par de cuadras para llegar a Mundo E, en Naucalpan, Estado de México, donde se había quedado de ver con unos amigos para tomar algo, cuando sus captores la interceptaron.

Cuando ella estaba boca abajo entre los asientos del carro, el hombre que se había encargado de subirla empezó a requisarla. Buscó en su abrigo gris, le pasó la mano por su saquito y finalmente encontró, en los bolsillos del pantalón de mezclilla, lo único que había sacado para ese viernes de diversión: su celular y mil 500 pesos que le habían pagado en su trabajo.

“Olía a humedad”, es lo primero que recuerda sobre la casa de seguridad donde la mantuvieron, y lo repite una y otra vez como si ese olor se hubiera clavado en su mente a modo de una tortura. “Oí cómo abrieron una puerta de fierro, me hicieron caminar unos cuantos pasos y me tiraron al piso para amarrarme. Olía a humedad”, repite.

La Alerta Roja para la búsqueda de personas que pudieran ser víctimas de trata calcula que dos jóvenes desaparecen diariamente en el Estado de México para nunca volver a casa. Esta estadística tampoco estaba de parte de Luisa, pero su familia no podía resignarse.

En las primeras 24 horas fueron al Distrito Federal a poner la denuncia, dieron de alta los datos de ella en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA) y 48 horas después se presentaron en el Ministerio Público de Barrientos, Estado de México, para que los ayudaran.

Su madre aún recuerda con amargura e impotencia que cuando les dijo a los oficiales que estaba buscando a su hija, le respondieron burlándose: “Ella tiene una edad en la que decide y se fue con el novio”, “para qué llora si su hija está divirtiéndose”. Ante la insistencia de la madre tomaron el expediente a regañadientes y dijeron: “Un caso más, mételo al cajón”.

La indiferencia de la autoridad mexiquense no se quedó en la burla, horas después le pidieron a la familia una “contribución monetaria” para que pudieran solicitar la ubicación del celular, llamadas entrantes y salientes, “nos pidieron 3 mil pesos para ver las ‘sábanas’ del celular”, recuerda su mamá.

Mientras esto sucedía, Luisa seguía atada en la casa de seguridad. El único momento en que le soltaban los amarres de los pies era para llevarla al baño. “Una de las veces que me llevaban, la persona que me llevó… sí abusó de mí; dijo que a todas les gustaba eso, que todas eran unas perras, que él sentía que yo lo disfrutaba…”, recuerda y mira el piso, se le corta la voz, le escurren las lágrimas, “yo no me podía defender”.

También le pegaban, Luisa no sabe con qué. La médico legista le dijo que podía ser con un látigo o un palo de madera, pues más que dolor sentía ardor donde la golpeaban.

De pronto, una madrugada sus captores la sacaron. La metieron al carro y la dejaron tirada en Naucalpan. “Escuché cuando se fue el coche. Tenía los ojos cerrados y me daba miedo abrirlos; después de un ratito los abrí y lo primero que hice fue levantar un poco la cabeza y voltear. No sabía dónde estaba”.

Luisa caminó hasta encontrar un hotel desde donde pudo llamar a su padre. Eran las cinco de la mañana de un jueves, había perdido la noción del tiempo y se le había quedado la sensación de frío y humedad que padeció durante siete días.

No ha podido recuperar los tres kilos que bajó durante el cautiverio, le hace falta regresar a una prueba más de VIH y tiene que vivir bajo la amenaza que las autoridades mexiquenses le hicieron a su hermana menor, uno de esos días en que acompañó a su madre a levantar la denuncia: “Como le pasó a tu hermana te pudo pasar a ti; cuidado, que a lo mejor tú eres la próxima”.

Hoy, Luisa y su familia no tienen claros los motivos del secuestro, pues los delincuentes no llamaron a su casa, ni extorsionaron a su familia. Ellos piensan que se trató de una confusión, pues Luisa recuerda una frase que escuchó decir a sus secuestradores una noche: “¡Te equivocaste, pendejo!”.

Les pidieron $50 mil por dos vidas

A Jorge [nombre ficticio], un estudiante de 19 años, se lo llevaron en Tultitlán, también Estado de México. “¡Dios!”, dijo al mirarse al espejo, ya en su casa, después de 30 horas de secuestro. Su rostro estaba desfigurado. En el mentón tenía una quemada de cigarro, estaba hinchado y su color moreno se había vuelto morado. Hizo una mueca de falsa sonrisa. Era sólo para ver el estado en que habían quedado sus dientes delanteros. Estaban rotos.

Todo sucedió un viernes por la noche. Jorge estaba afuera de una privada de casas en Tultitlán, Estado de México, esperando junto a un amigo a que le abrieran la puerta para entrar a la fiesta. Dos señores se acercaron a preguntarles por una cervecería. Un par de minutos más tarde, los mismos hombres encañonaron a su amigo Luis [nombre ficticio], les pidieron celulares, carteras y a Jorge la llave del carro.

La situación subió de nivel cuando les ordenaron que entraran al auto. “A empujones nos intentaron meter y cuando volteamos vimos que había una Jeep azul al otro lado de la calle y que les estaban gritando ‘súbanlos acá’”. Después de 15 minutos de viaje, cuando entraron a la casa de seguridad donde permanecerían, empezó un martirio de 30 horas: “Los secuestradores estaban como jugando a pegarnos, a cortarnos, a quemarnos”.

Cuando llegaron les echaron una sábana encima e inició una primera ronda de golpes y preguntas para asustarlos: “¿Dónde trabajan tus papás?, ¿qué hacen?, ¿cuánto ganan?, ¿dónde vives?, ¿cuándo los van a empezar a buscar?”.

La intimidación y las continuas golpizas y amenazas pusieron a Jorge en estado de shock, “y fue hasta el día siguiente, que desperté, cuando me di cuenta de que estábamos secuestrados y que íbamos a estar ahí el tiempo que ellos quisieran”.

Jorge iba en tercer trimestre de la carrera en una universidad pública de la capital y ese día, el último sábado de enero de 2013, se preguntó si podría regresar a terminarla y si volvería a ver a sus padres. El cuidador de la noche llegó a apretarles los amarres, los atoró con una tela en la boca y empezó a pegarles con un tubo metálico en todo el cuerpo. Después, uno por uno los llevó al baño y les puso la cabeza en el inodoro. Jorge olía el agua y sentía la pistola en la nuca mientras el secuestrador le preguntaba: “¿Me van a dar dinero por ti?”.

Horas más tarde escucharon que los secuestradores le habían puesto un precio a su vida: 25 mil pesos por persona. A Jorge le pasaron a su tío para demostrar que estaba vivo y la liberación se puso en marcha. Los metieron al Jeep y les dieron instrucciones claras en el trayecto: “Debes contar hasta el 200 y cuando ya no escuches ningún ruido te quitas la venda… vamos a dejar un carro viendo, ese carro va a ver si te la quitas, si te la quitas antes vamos a tener que regresar”.

Los dejaron sobre la Avenida Mexiquense en la madrugada del domingo, y al poco tiempo su tío llegó para llevarlos a casa.

Jorge sabe que su familia fue ayudada por un negociador de secuestros, quien impidió que sus padres dieran “todo lo que tenían” a los delincuentes. La familia esperó a cambiarse de casa y de celulares para levantar la denuncia.

Más de un año después del secuestro, Jorge todavía recuerda que uno de los plagiarios los ayudó durante el cautiverio: les aflojó los amarres que les cortaban la circulación, les contó de su vida, les dio agua y un chocolate para que comieran y les hizo la promesa de que los ayudaría a salir libres.

Cuando decidió relatar los hechos a las autoridades recuerda que en un principio no dio ninguna información sobre él: “El chavo que nos dio el chocolate nos dio su nombre, y nos dijo de qué vivía, que trabajaba vendiendo dulces en los altos, en los semáforos; esa información al principio no la di, no sé si para protegerlo a él, no sé…”, dice y se queda pensativo, con la mirada perdida.

El comerciante encajuelado

Ezequiel [nombre ficticio], un taquero capitalino, vivió las 48 horas más angustiantes de su vida dentro de la cajuela de un auto desvencijado, mientras los delincuentes extorsionaban a su familia pidiéndole un rescate de miles de pesos.

Ezequiel atendía y administraba un negocio de tacos en la calle. De esos de lámina blanca. Nunca pensó que pudiera llegar a ser blanco de un secuestro.

Los delincuentes vigilaron el negocio familiar para darse una idea del monto aproximado de ganancia, del nivel de efectivo que ahí se manejaba, de su rutina, incluso debieron comerse un par de tacos en el puesto, que en horas pico tenía su buena clientela.

A Ezequiel se lo llevaron a inicios de 2014 y en lugar de mantenerlo en una casa de seguridad decidieron encerrarlo en la cajuela de un auto. Ahí, en ese lugar estrecho, claustrofóbico, con el oxígeno reducido y sin poder acceder a un baño, ni a comida, estuvo un total de 48 horas.

Mientras Ezequiel permanecía en el carro, a su familia —que acudió a pedir ayuda a la asociación Alto al Secuestro que preside Isabel Miranda de Wallace— le exigieron un rescate de 80 mil pesos en efectivo.

El taquero nunca cejó en su intento por desatarse y una vez que lo logró, dio un golpe certero a la cajuela del auto desvencijado y ésta se abrió.

Ezequiel logró escapar de la trampa de muerte en que lo habían metido. Cuando llegó a su casa se enteró de que su familia ya estaba juntando el dinero. En ese momento todos tomaron una decisión: huyeron de la colonia en la que vivían y abandonaron el negocio que durante años había sido el sustento familiar. Antes de eso pasaron a dar las gracias a Alto al Secuestro, que agregó este caso a su estadística, pero que no aparecerá en las cifras oficiales. El miedo o la desconfianza los lleva a no denunciar. (Karla Casillas y Valentina Pérez para El Universal)