domingo, 1 de diciembre de 2013

diciembre 01, 2013
Prepublicación de "La Lista de Bergoglio"

«Fui arrastrado a un furgón de la Policía. El viaje duró algunas horas. No me daba cuenta a dónde me llevaban. Después abrieron la puerta, me empujaron afuera y se aleja­ron a toda velocidad». Cuando se fueron, el padre José Luis Caravias se encontró en Clorinda, en territorio argentino. Sin dinero, ni documentos, ni ropa. Paraguay quedaba a sus espaldas. Sucedió el 5 de mayo de 1972, el día de su expulsión. Una de tantas. Lo esperaban diversas peripecias para obtener asilo del gobierno democráticamente elegido de Buenos Aires.


José Luis Caravias tiene manos fuertes de campesino y una amplia sonrisa de bonachón. Basta mirarlo a los ojos para darse cuenta de que tiene muchas historias que con­tar. A los cuarenta libros que ha escrito manejando temas de genuina teología, lo mismo que de economía y sociología, añade un blog en el que no deja de proponer lo que piensa de la evolución de América Latina. Ésta es ahora su tierra. De la desolada Andalucía le ha quedado el modo de soñar el mundo que buscaba Cervantes.


«Conocía la ferocidad de la dictadura. La había sentido en la propia piel». El jesuita español fue acogido por sus her­manos argentinos, pero la situación se estaba precipitando allí también. «La señal de alarma fue la muerte del padre Mauricio Silva, el cura barrendero, muerto después de priva­ciones y brutales torturas. Comprendí que aquello no era un episodio. Lo sabía porque también en Paraguay las cosas iban por el mismo camino» (...). «No es el momento de hacerse los héroes», dirá tiempo después Bergoglio a los padres más expuestos. «Pero Jalics y Yorio no quisieron escucharlo», dice Caravias. «En cambio, él tenía razón. Como en el caso del padre Silva, la muerte de los sacerdotes asesinados no lograría cambiar los planes de la dictadura ni suscitar aquella indignación popular que podría haber atemorizado al régimen».

El miedo era más fuerte que la verdad. Sin embargo, el padre Caravias no aprendió la lección tampoco en aquella ocasión. Se fue a la provincia del Chaco, algo más grande que Portugal, donde los ganaderos y campesinos no lo estaban pasando mucho mejor que los de Paraguay. También allí, en la extensa planicie al sur del Río Bermejo, el obstinado je­suita formó el sindicato de los hacheros, los más explotados y peor pagados entre los obreros. Imposible que los latifun­distas de los 26 departamentos se quedaran mirando. «Poco tiempo después comenzaron a llegar mensajes de muerte y verdaderas intimidaciones». Era el año 1973 y la Compañía contaba con un nuevo provincial, el joven padre Bergoglio.

«Si hoy estoy vivo, si he podido escribir cuarenta libros, si he podido continuar promoviendo los derechos de los últimos y el Evangelio entre los pobres y, en fin, si puedo contar cómo sucedieron las cosas, se lo debo a él», enfatiza el padre Caravias. En cuanto inoxidable teólogo de la li­beración («en versión argentina», precisa), Caravias ve en los ataques al nuevo Papa una reacción grosera de «cierto capitalismo internacional». El padre Jorge es el tipo de per­sona dispuesta a oler a humanidad. «Para sus acusadores, un Papa que denuncia la pobreza global es demasiado peligroso», dice.

Después de catorce años de misión entre los indios en Ecuador, Caravias se trasladó a Paraguay. A los ojos de los militares se comportaba como un perfecto comunista. Don­de en tiempos lejanos habían existido las extraordinarias misiones de los jesuitas, organizó a los campesinos y a los braceros en cooperativas. Para los campesinos significaba te­ner finalmente una voz en el mercado agroalimentario y mo­ver toneladas de productos con la consistencia de quienes, gracias a la alianza entre pequeños productores, no tendrían que someterse a las condiciones impuestas por los infaltables aprovechadores.

En resumen, el padre José Luis era lo que se dice una cabeza caliente. (...). Una vez puesto el pie en Sudamérica, ciertamente no se iba a contentar con una cómoda habitación y una pila de libros. De entrada fue a trabajar en el campo. Luego, cura campesino, comenzó a ocuparse de la formación profesio­nal de las Ligas agrarias. Pero aquella carrera duró poco: «En mayo de 1972 fui violentamente capturado por la Policía y abandonado en una calle de Clorinda».

En Argentina, en la provincia del Chaco, ya sabemos que no le fue mucho mejor. Un obispo que lo recibió en su casa le explicó el porqué: «tengo aquí, en mi escritorio, algunas cartas que escribiste en Paraguay», argumentó el prelado que vestía un poncho blanco y se defendía del calor con un arrugado sombrero campesino. «El problema es que esto que tú explicas se llama marxismo». Se lo dijo con la perentoria bonhomía de un padre espiritual que quiere prevenir de una herejía.

Caravias, aunque fascinado por la doctrina social de la Iglesia y por la teología de la liberación, no pensaba que se lo pudiera catalogar como marxista. Pero tampoco esa vez se preocupó más de lo necesario. Entre los teólogos de la nueva generación corría un modo de decir: «No tengan miedo de nada, ni siquiera del Vaticano».

Considerados los líos en que se había metido tantas veces en su peregrinar por media América del Sur, desde las misio­nes en Ecuador al Perú y a Bolivia, Caravias fue obligado a volver a casa, exiliado. En aquel tiempo no veía con buenos ojos a Bergoglio. Sobre todo porque éste, aunque lograra va­rias veces sustraerlo a las malas intenciones de los militares, hizo que regresara por un tiempo a España, a la espera de que volviera la bonanza a Buenos Aires.

«Dada mi insistencia por regresar a Argentina, el padre Bergoglio me respondió con una carta del 15 de julio de 1975». Faltaban ocho meses para el golpe, pero la situación parecía clara. El país se estaba hundiendo sin remedio. Se preparaba para convertirse en una prisión a cielo abierto. Desde el Chaco a la Patagonia, muchos advertían de que ese era el inevitable destino del país. La comunidad internacional tenía el pensamiento en otra parte. Los Estados Unidos no habían pestañeado ante la masacre que estaban perpetrando otros regímenes sudamericanos.

Bergoglio lo había entendido perfectamente. Y ya había comenzado a tomar precauciones. Respondiendo a la imploración del padre Caravias, le envió una carta críptica. Después de los saludos fraternos al amigo lejano, el provincial entró en el mérito de la cosa: «En cuanto a la posibilidad de tu regreso, he consultado a médicos y especialistas y están de acuerdo en que el clima no te conviene, ni siquiera por un breve periodo, temiendo una recaída en la enfermedad que sufriste».

Con toda evidencia el padre provincial sabía que los servicios secretos lo tenían en observación. Y que si esta carta era interceptada difícilmente los militares podrían sospechar. El jesuita español no la tomó muy bien, pero comprendió que la situación estaba peor de lo que imaginaba. El tono emplea­do y la metáfora sobre el estado de salud lo impresionaron, suscitándole preguntas a las que el año siguiente iba a dar una dramática respuesta.

«Bergoglio me había advertido de que el grupo de vigilan­cia antiterrorista de extrema derecha había decretado mi liquidación. Por eso España sería para mí el destino más ''saludable''». No eran preocupaciones excesivas ni tampoco un modo de mantener lejos de la provincia argentina a un cura incómodo. «Dos sacerdotes amigos míos habían sido asesinados: Carlos Mújica y Mauricio Silva. Seguramente Bergoglio no estaba del todo de acuerdo con mi trabajo de organización de la gente. Tal vez los muchos informes de la Policía le habían hecho dudar de mí, pero se comportó con nobleza, no me impuso nunca una ''doctrina'' alternativa y me ayudó a huir de una muerte segura. Le estaré siempre agradecido».

Por lo demás, en aquel campo sin ley que era la provincia del Chaco «había sido arrestado y encarcelado por una noche», recuerda el padre Caravias. «A media noche me había expuesto a una ejecución ficticia. Una noche terrible en una prisión inmunda. Aquella vez conocí la incertidumbre del mañana. No saber si alcanzaría a ver el alba. Hoy puedo afir­mar que hice bien en seguir los consejos de Bergoglio. Tanto cuando me sugirió dejar el país como cuando me explicó con aquella carta que el clima no me convenía».

Ciertamente, para el padre José Luis, «como para muchos de nosotros, un gran esfuerzo nos llevó a la curación. No es fácil perdonar y olvidar aquellos horrores. Pero para él, para mí y para muchos más, como el padre Franz Jalics, la fe en Jesús resultó decisiva».(La Razón España)

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