viernes, 1 de noviembre de 2013

noviembre 01, 2013
Gilberto Avilez Tax

Recordando a un funámbulo que recorrió los pueblos de la Península

Los registros orales de la Villa de Peto refieren que, al igual como le sucedió al mítico pueblo de Dzitbalché, en el Peto chiclero de mediados de la década de 1920 y 1930 hicieron su aparición por las calles polvorientas de la villa personajes extravagantes, peregrinos y enigmáticos, como el siempre recordado Profeta Enoc, y el casi olvidado Hombre Mosca. Junto con los recurrentes gitanos (estos dejaron de llegar a finales de la década de 1980), los circos de mala o buena muerte que recalaban de vez en vez, los vendedores de baratijas, las ferias anuales, los tuxpeños y los aviones del chicle que pasaban en medio de las dos torres de la iglesia asustando a los comeostias y sacándoles más de dos carcajadas a los descreídos, Enoc y el Hombre Mosca son, sin duda, los dos recuerdos que he recogido de la tradición oral que más me han llamado la atención. Estos dos hombres, como ha referido el cronista de Dzitbalché, Jorge Jesús Tun Chuc, “cada uno, en su más particular estilo, causó asombro y dejó perennes recuerdos en la gente”.


De “Lauriano” Ojeda, Enoc, ya tenía referencias tanto bibliográficas como orales, pero del Hombre Mosca, supe de él leyendo un artículo de Tun Chuc donde le hacía alusión (“Seres extraordinarios de otros tiempos. Dzitbalché, una mirada al pasado”, en línea). Pensé que era un recuerdo local del pueblo del maestro Tun Chuc, pero para finales de septiembre pasado (26 de septiembre), en la entrevista que le hice a un casi nonagenario chiclero, don Tello Pech, la memoria del Hombre Mosca se presentaría íntegra.

No voy a narrar ahora las muchas referencias que he obtenido del Profeta Enoc, sino transcribir la entrevista a don Tello Pech, donde éste cuenta el día en que hiciera su aparición en la Villa el portentoso Hombre Mosca (no le busco otro adjetivo para semejante acróbata que desafiaba a la muerte), salido no de una fábula aracateña, sino del recuerdo de los que vieron en ese lejano día de la década de 1930, a aquel funámbulo temerario haciendo piruetas, agachadillas, prácticas de tiro, fumando un cigarrillo liado por él mismo, bailando polca rusa y haciendo el paso del Niágara con los ojos tapados con un paliacate. Y todo esto, en la mínima superficie que le daba una soga amarrada en medio de torre a torre de la Iglesia del pueblo, a más de 50 metros sobre la tierra, con la mirada expectante y las bocas abiertas del pueblo que palpitaba con taquicardia viendo con detenimiento de entomólogo a ese Hombre Mosca salido de la nada (aquí la metáfora del entomólogo es valedera, ya que se trataba, efectivamente, de un Hombre Mosca).


Don Tello Pech no es el único que recuerda al Hombre Mosca, porque también don Raúl Cob, visitado esa misma noche después de la entrevista a don Tello, y solamente para comprobar lo que el primero me dijo, habló también del Hombre Mosca:

“Tenía yo –contaba don Raúl- como 9 años en esa época. Me acuerdo muy bien cuando vino. Lo fui a ver. Iba mucha a gente a verlo también. Escalando nomás, llegó hasta la punta, llegó allá, arriba. Guindaron una soga de torre a torrre, y se subió en la soga haciendo maromas. Mucha gente lo fue a ver”.

Corrían los años de la década de 1930 -1934 o 1935-, y en el Peto chiclero de aquella época arribaban, o recalaban, o se refugiaban las criaturas más extrañas de todos los rumbos de la rosa de los vientos, cuando hizo su aparición el Hombre Mosca. ¿Quién diablos era el Hombre Mosca, que recorrió todos los pueblos de la Península? Escudriñando en eso, di con un antecedente, o un personaje que se le asemejó, pero diez años antes: el gran irlandés, Babe White. En 1922, Babe White, apodado precisamente el Hombre Mosca, se paseó como en su alcoba, por las dos torres de la catedral de Puebla caminando en una soga. White hizo lo impensable, como nos los indican los registros fotográficos capturados de tan memorable suceso: con reconcentración sin duda granítica, White efectuó el Paso del Niágara, pero sin cataratas, a puro aire frío del cielo poblano caminó la cuerda suicida equilibrado con una garrocha, una suerte que requiere pericia matemática. ¿Fue este mismo Babe White, o un discípulo del funámbulo irlandés, el que más de una década después recorrería todos los pueblos de la Península trepándose “al tanteo” en sus iglesias, y pasando de torre a torre a lo largo de una cuerda? No sabemos. Lo que sí sabemos es que diez años después de la proeza de White en la catedral poblana, un hombre, oscuro ya en la memoria de los pueblos de la Península, que no aparece en los anales de la historia yucateca –como sí aparece Enoc-, demostraría a más de uno que no había nacido con vértigo, y que las alturas eran su elemento idóneo.

Don Tello Pech, de 89 años, tuvo la suerte de ver al Hombre Mosca: “Yo he visto que suba el Hombre Mosca aquí, en Peto”, me dijo. Estábamos platicando de otra cosa más mundana, del chicle, y cuando dijo esa frase, cuando me aventó el gancho verbal, yo, como siempre hago cuando me emociono, trastabillé, es decir, tartamudeé. “¿Cómo es eso del Hombre Mosca?”, le dije, incrédulo y a la vez intrigado. “Yo vi al Hombre Mosca trepar a la Iglesia como si ésta fuera una mata de cocos”, volvió a decir. Entonces le dije a don Tello que me contara aquello, y me dijo que estaba chamacón cuando pasó por aquí el legendario Hombre Mosca. Don Tello ha de haber tenido entre 9 u 8 años, cuando como en el año 1934 0 1935 el Hombre Mosca hizo acto de presencia. Este es la transcripción de la entrevista:
Oyes que viene, que está viniendo el Hombre Mosca, y no me quedé en mi casa y fui a verlo. En ese entonces era chico el pueblo en aquella época. Todo el pueblo se congregó en el atrio, cuando comenzó a subirse el Hombre Mosca en ese lado derecho de la puerta de la iglesia. Cuando ya estaba mero subiendo, no agarraba las cosas, no se sostenía de nada, ni de una cuerda. Solamente tanteaba la roca nomás, y ahí estaba, subiendo y subiendo. Tanteando, sólo tanteando. Su primer descanso fue donde está la virgencita, por el balcón. Ahí se sentó un ratito. Mucha gente, abajo, ni siquiera parpadeaba, no se perdía un instante de lo que hacía el Hombre Mosca. Porque cuando se supo que venía el Hombre Mosca, creo que fue todo el pueblo a verlo. No sé cómo se enteraron, pero se supo que viene, que venía el Hombre Mosca. Descansó allá en el balcón, y después llegó donde están las torres, donde comienzan las torres. Se sentó ahí, al borde del techo, y comenzó a observar a la gente reunida. Todo el atrio y la plaza rebosando de gente, era un mar de señoras, de viejos, de hombres, de chiquitos mirando fijamente al Hombre Mosca. En las torres ya habían tendido, guindado una soga a la mitad de ellas. Cuando el Hombre Mosca recuperó sus fuerzas, comenzó a subir a las torres, nuevamente tanteando nomás. Llegó donde está la soga y comenzó a cruzar, ora caminando en ella, ora agarrado a ella. De torre a torre cruzó e hizo sus suertes: que bailó polca rusa, que fumó un cigarro mirando el horizonte, o que luego hacía ejercicios de calentamientos. De una torre sacó una garrocha, vimos que se amarrara luego un paleacate rojo en sus ojos, y así, ciego, pasó de torre a torre. Nadie aplaudía, nadie gritaba, nadie hablaba porque nos prohibieron hacer ruido porque el silencio ayudaba al Hombre Mosca a reconcentrarse. No fue un ratito que estuvo ahí, encaramado, tardó en hacer sus maromas y cabriolas. Eso lo vi, era un chamacón cuando lo vi. Después bajó, el pueblo lo paseo en hombros por todos los lugares, hubieorn voladores cuando el Hombre Mosca ya estaba en tierra, y todos gritaban, todos le aplaudían. No sé si bajó al tanteo o por las escaleras de caracol. Yo no me olvido de eso. Pero después, cuando comencé a averiguar por el Hombre Mosca, quién sabe en qué lugar murió, en qué lugar no tanteó bien y se mató.

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