sábado, 19 de octubre de 2013

octubre 19, 2013
Hace un tiempo, platicando con una especialista en el chicle en la península, al tocar el tema de la "monteada", es decir, de cómo los capataces chicleros iban a la Montaña chiclera en busca de los zapotales de los concesionarios chicleros con los cuales trabajaban, agenciándose un pedazo enorme de terreno para que se trabaje en la época de lluvias, surgió una referencia literaria que se asemeja mucho a la forma como actuaban los concesionarios del chicle: los bandeirantes.

Y no señalamos ninguna referencia histórica de los bandeirantes portugueses y brasileños que se volverían señores feudales, sino de una novela célebre que tiene más de un anclaje con el realismo mágico: "Tocaia grande", la gran novela del brasileño, Jorge Amado.

Tocaia Grande, cuenta su demiurgo Jorge Amado, comenzó como un pueblo donde toda la escoria dejada por el caucho asentó sus reales: era un pueblo de putas de buen ver, de macheteros de mal morir, de generales sin ejércitos, de turcos vendiendo sus baratijas pendejas, y de otras alimañas como los bandeirantes, los que comían la tierra de los indios pegando banderitas que señalaban su propiedad (banderitas que al día siguiente se corrían 100 metros, y al día siguiente, 200).

Así contemplamos y nos imaginamos, la especialista en el chicle y yo, la figura de los concesionarios chicleros de los años 1920 y 1930, como unos nuevos bandeirantes que mandaban a sus monteros en tiempos de seca para ir en busca de los mejores zapotales y agenciárselos.

Y esto no sucedió en Brasil, sucedió al oriente de la Península, y un pueblo triste como Peto antes de la fiebre del chicle, llegó a parecerse mucho al literario Tocaia Grande, ya que había putas de buen ver, macheteros de mal morir, turcos vendiendo sus baratijas pendejas, y toda la escoria de los pueblos llegaría ahí atraído por la "hojarasca" chiclera.

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