lunes, 16 de septiembre de 2013

septiembre 16, 2013
Abogado Luis Felipe Suárez Turriza

Una breve reflexión sobre la participación de los indígenas mayas de Calkiní en la guerra de castas de Yucatán y una crítica de la manipulación política que han padecido a través del tiempo


Hace algunas semanas, hojeando una revista local, editada por una conocida asociación cultural, leí un artículo que de inmediato capturó toda mi atención, en el que un cronista de nuestro municipio “rescata” e interpreta un documento histórico relativo a la participación de Calkiní en la Guerra de Castas. Pero al leerlo tuve la impresión de que dicho documento nunca debió salir del claustro donde se esconden los pasajes más vergonzosos de la historia de nuestro pueblo.

Con manifiesto entusiasmo por rescatar del olvido un documento histórico que data de 1848, el articulista comienza el proemio de su obra al tenor siguiente:

Cuando la Provincia de Yucatán en 1847 se cimbró hasta los cimientos cuando la famosa Guerra de Castas, terrible lucha fraticida [sic] en la cual los indígenas mayas volcaron todo su odio en contra de los blancos y a todo lo que con ellos se relacionaba; Calkiní, como muchos pueblos de aquel entonces, vivieron días de incertidumbre y de intranquilidad a la espera de la presencia de las hordas de salvajes que regaron de sangre los campos del Mayab. La llamada Guerra de Castas dio inicio el 30 de Julio de 1847 en la población de Tepich, perteneciente al partido de Tihosuco; dicha lucha fue encabezada por Cecilio Chi, Jacinto Pat y Manuel Antonio Ay y fue tan terrible que “a los niños les estrellaban los cráneos contra las piedras y los recibían con las puntas de sus machetes; ni los inútiles ancianos, ni las mujeres desvalidas se libraban de este furor”, fue en verdad una guerra tan feroz, que al más pintado debe haberle puesto los pelos de punta. A raíz de esta guerra, en la entonces Villa de Calkiní se reunieron los caciques de los pueblos indios a dialogar y a colaborar para la mejor solución de dicho problema. A continuación se expide el acta que a la fecha existe en los Archivos del Palacio Municipal, debidamente firmada por los participantes y a la letra dice:

El autor, describe la guerra de castas como una “terrible lucha fraticida”[sic], Pues bien, luego de explicarnos, con cierto tono de reprobación, cómo los “mayas volcaron todo su odio contra los blancos” y lo terrible que resultó la guerra, el cronista nos refiere que a raíz de dicha lucha social se reunieron en Calkiní los caciques de los pueblos indios a dialogar y “colaborar” para hallar la mejor solución. Según el documento rescatado y presentado por el cronista, como resultado de aquella supuesta reunión, los caciques mayas de Calkiní emitieron un acta firmada por ellos mismos en la que manifiestan que para colaborar con los “blancos” decidieron no intervenir en el conflicto armado, aduciendo argumentos, a mi parecer vergonzosos. Luego de verificar la existencia del acta en los archivos históricos del municipio, a continuación me permito transcribir parte del contenido de dicha acta, para su mayor intelección.

(clic al documento en tres páginas)




En la Villa de Calkiní, a los diez días del mes de Julio de 1848, reunidos los ciudadanos José Bonifacio Canche, cacique de Bécal; Cayetano Moo, cacique de Dzitbalché; José Manuel Yah, cacique de Sahcabchén; Antonio Chuc, cacique de Nunkiní; José Mariano Ci, cacique de esta Villa; José Chi, cacique de Tepakán y Julián Dzib, cacique de Halachó, bajo la presidencia del ciudadano Juan Chi, éste les dirigió las siguientes alocuciones: “Señores, una gran parte de nuestra raza indígena, como sabéis, se ha sublevado rudamente contra los blancos, como en su estupidez decantan, sino en contra la patria común, contra el suelo hermoso, donde nacimos todos y donde nacieron nuestros padres, donde nacen y crecen nuestros hijos, se han cometido crímenes horrorosos, atrocidades espantosas, que algún día caerán, no solamente sobre las inicuas cabezas de sus autores, sino también sobre las de aquellos que no salieron al frente para contener tamañas maldades.

Existe un Juez Supremo que ha de juzgarnos a todos; hay un dios en el cielo, omnipotente, infinitamente justiciero, que no dejará impunes tantas indignidades. Cuando nacimos, cuando abrimos los ojos a la luz, ¿no encontramos una religión de paz, y de inefable consuelo, cuyas dulces prácticas son el mayor placer de nuestros corazones? ¿No encontramos unas leyes siempre protectoras, siempre propicias para nuestras personas y para nuestros intereses? ¿No se nos han abierto las puertas del saber y de los derechos políticos, lo mismo que a todo yucateco? ¿No hemos sido admitidos sin diferencia alguna, en el seno de la sociedad de la civilización? (a continuación hay en el acta 3 líneas totalmente ilegibles).

Nada de ella es noble o decente; sus protestas son indignas, sus medios bárbaros y salvajes, sus tendencias feroces y criminales, sus definitivos resultados serán por consiguiente funestísimos. Los bárbaros del Oriente y los ilusos que han seguido su negra bandería, no tendrán perdón de Dios ni de los hombres Dios para su mayor castigo ha permitido que se desbanden y toquen hasta lo más culminante del crimen! ¡Ah!, cuán formidable es la ira del Omnipotente. ¿Por qué, señores, viendo tantas calamidades, tantos horrores causados por algunos centenares de indios díscolos y vagabundos, hemos de permanecer en la inacción?

El país que se está destruyendo es nuestra Patria; los blancos nuestros hermanos y protectores, todos somos yucatecos y nuestra causa es común. La civilización contra la barbarie; es honor contra la infamia; la nobleza contra el crimen; esta es la lucha presente.

Los ancianos, los niños, las mujeres sacrificadas con un furor infernal en Xcumpich y Dzotchén, ¿son por ventura de la raza blanca?

¡Oh iniquidad bárbara! Señores, para oponernos con vigor y energía a tanta ingratitud, a tantas atrocidades, vengo a proponer una reunión, una santa liga, una unión firme y compacta, cuyos esfuerzos acordes y bien combinados no solamente salven nuestra línea del mortífero contagio de los bárbaros, sino también porque al resto del país aflige y aniquila cruelmente.


Salvemos nuestros templos, nuestros sacerdotes, nuestros hogares, nuestras esposas, nuestros hijos, que no deben caer en poder de los bárbaros que pretenden esclavizarnos y emponzoñar el resto de nuestros días. Armemos a nuestros hijos y que nuestra divisa sea: ¡Patria y civilización, honra y lealtad!

Me resisto y me niego a creer que semejante declaración de traición a su propia raza provenga de la iniciativa de los caciques mayas de Calkiní, incluso pongo en duda que tuvieran pleno conocimiento de lo que firmaban; ya que resulta difícil asimilar que alguno de ellos, en aquellos tiempos, hubiese podido redactar dicho documento, y no por falta de criterio, sino más bien porque en aquellos años era muy difícil o casi imposible que los mayas de esta zona tuvieran acceso a la educación y por lo tanto supieran leer y escribir.

Dicha declaración me parece, más bien, una más de las incontables manipulaciones políticas que se le han hecho a los mayas de nuestra tierra. Me parece más aceptable considerar dicha acta como prueba de los ardides políticos de los que se valieron los “blancos” que habitaban y gobernaban Calkiní para maniatar el espíritu de rebelión y justicia de nuestros pobladores mayas. Es muy probable que recurrieran a ese artimaña política por el temor de que les sucediera lo mismo que a los “blancos” de Valladolid, Tepich, y de otros pueblos, en donde mediante la Guerra de Castas, los indios de Yucatán habían liberado de forma violenta un odio ancestral, provocado por las tantísimas vejaciones y violaciones a sus derechos humanos que padecían desde hacía más de trescientos años.

No debe ser ajeno al conocimiento del lector que la Guerra de Castas de Yucatán, suscitada en 1847, tuvo como motivo primordial el sometimiento, maltrato y abuso que la raza blanca propició en los mayas de Yucatán. Serios investigadores de la historia de nuestra península han patentizado el precario estado en que se encontraba sumido el pueblo maya; obligados desde la colonia al pago de impuestos, despojados de sus tierras, esclavizados en las haciendas de los blancos, utilizados para combatir las causas de los blancos, los mayas de la península fueron una y otra vez engañados durante los trescientos años que precedieron a la guerra de castas.

Nelson Reed, en su obra La Guerra de Castas de Yucatán indica que en las haciendas coloniales de Yucatán “servía una clase de indígena que eran siervos en el sentido verdadero de la palabra: parte de la propiedad, fuera heredada o comprada; no podían irse ni casarse sin el consentimiento del amo”. Refiere dicho autor que los mayas eran controlados en las haciendas a través de unas cuentas que a la larga resultaban imposibles de pagar (nohoch cuenta). De esa manera los retenían y ningún indígena podía ser contratado sin que le diera “suelta” su amo anterior o sin que su nuevo patrón asumiera su deuda.

A estos abusos se sumaban otros como “el derecho de pernada”, que no era otra cosa que el supuesto derecho del amo de tener relaciones sexuales con las futuras esposas indígenas. Así lo comenta Reed en su citada novela: “como su prototipo del Medioevo europeo, se decía que el hacendado gozaba del derecho de pernada con las novias indígenas”.

En otro tema, el de la educación, los mayas prácticamente tenían vetado el derecho a aprender, como indica Reed en su libro “los hacendados no veían porqué sus criados debían aprender cosas como sumar, que únicamente los haría arrogantes y acarrearía discusiones sobre las deudas, y se oponían al programa. Nunca había dinero suficiente para maestros y escuelas. La educación realizaba lentos progresos en el interior”. Estos son sólo algunos rasgos de las deplorables condiciones en que vivían los mayas peninsulares.

En su novela Península, península el escritor de raíces Cheneras, Hernán Lara Zavala, nos presenta un diálogo imaginario entre Jacinto Pat, uno de los líderes de los mayas insurgentes y un cura de apellido Vela que fue enviado con el fin de llegar a un acuerdo de paz. En dicho diálogo ficticio, aunque muy verosímil, Jacinto Pat, le dice al cura Vela lo siguiente:

“¿Por qué esperaron hasta ahora para invocar a Dios y acordase de que somos hermanos nacidos en una misma tierra? Ustedes (refiriéndose a la raza blanca) han abusado de nosotros desde siempre. Nos hicieron trabajar de sol a sol y hasta que nos necesitaron fue que nos dieron armas para defender a la península. ¿y cómo nos pagaron? Cobrándonos más impuestos y olvidándose de lo que prometieron cuando los ayudamos. ¿por qué no se acordaron del verdadero Dios cuando mandaban a nuestros hombres a la picota por la menor falta? Ahorcaron a Manuel Antonio Ay sin consideración (otro líder maya). Quemaron el pueblo de Tepich matando a grandes y a chicos dentro de sus casas.
………

Y ahora nos acusan de atacar a los blancos con la tea y el machete y nos llaman salvajes olvidando que durante siglos nos han matado de hambre, esclavitud y abusos. Todo nuestro ganado se lo llevaron los blancos, nos quitaron las milpas, quemaron nuestros santos, nos recogieron las armas y nos mataron a sangre y fuego. Y ahora vienen a recordarnos que hay un dios verdadero y que somos sus hermanos.

Si bien, en la novela histórica de Hernán Lara, esta manifestación de Jacinto Pat es imaginaria, no por ello está exenta de verdad, ya que los abusos descritos, fueron patentizados en el plano de la realidad por el periodista estadounidense John Kenneth Turner en su libro México Bárbaro, en el cual relata lo que pudo observar algunos años después en un viaje a la península. En sus crónicas, Keneth Turner constata el trato inhumano, de esclavitud, que sufrían los mayas en las haciendas de los blancos de la península.

Por las consideraciones apuntadas anteriormente, me parece increíble que los caciques mayas de Calkiní redactaran un documento en donde se refirieran a sus hermanos de raza como estúpidos por levantarse contra el blanco opresor; como bárbaros y salvajes con tendencias feroces y criminales; como indios díscolos y vagabundos, enalteciendo, por el contrario, la labor del hermano blanco que lo trata de igual, que le da las mismas oportunidades, y que se refirieran a ellos como “los blancos nuestros hermanos protectores”. No resulta descabellado suponer que dicho documento fuera elaborado con toda la intención de mantener pacificada y domesticada a la raza maya de Calkiní, costumbre que se extiende hasta nuestros días.

Al referirse a nuestra tierra en su libro, Nelson Reed apunta lo siguiente:

la actitud de los mayas occidentales, como la dispersión en la época de la plantación, contribuyó grandemente al restablecimiento de los ladinos (la victoria del blanco). Acostumbrados de tiempo atrás a la dominación de los blancos, estos pueblos no se sentían ultrajados como sus hermanos orientales. A las primeras noticias de la guerra de castas se habían tomado medidas para quitarles toda idea que pudieran tener para rebelarse. No tenían la fortalecedora visión de los poblados ardiendo, de los blancos muertos, del saqueo, y cuando detuvieron a sus jefes y empezaron las flagelaciones en masa, conservaron su creencia de que el dzul era el todo poderoso. Una vez convencidos, convencidos siguieron, y por su propia iniciativa ofrecieron sus servicios al ejército blanco. Mil quinientos de ellos se formaron en Hecelchacán a las órdenes de su Batab Juan Chi, y otros tantos llegaron de Dzitbalché, Calkiní y Halachó, pueblos todos en el camino real que lleva a Campeche.

Esta costumbre a la dominación que padece el maya de Calkiní, ha trascendido hasta nuestros días. Del mismo modo en que, en ese tiempo, pudieron haber sido manipulados para que “se les quitara toda idea de rebelión”, así ha sido manipulado una y otra vez, sobre todo para cuestiones políticas, a través de sus líderes, quienes a su vez son “aleccionados” por los gobernantes. Esta tradición de mansedumbre no debe confundirse con nobleza y espíritu pacifista, como lo pretendieron hacer en el acta en estudio, ya que, si bien es cierto que bajo ninguna circunstancia es justificable la guerra, no menos cierto es, que una vez en ella jamás debes darle la espalda a tu hermano, a tu raza, máxime cuando su reclamo estriba en la imperiosa necesidad de un pueblo de que se le respeten sus derechos humanos, de sacudirse de la esclavitud y abuso de una clase que se autocalifica como superior.

Me resultó curioso leer hace algunos días en internet que destacados personajes oriundos de Calkiní recordaban con entusiasmo y orgullo a los héroes mayas de la guerra de castas, Cecilio Chi, Jacinto Pat, Manuel Antonio Ay y a su antecesor Jacinto Canek, como valientes guerreros que lucharon contra la injustica y la opresión de la raza blanca, opinión que contrasta con la del cronista del artículo motivo de esta crítica, quien finaliza dicho artículo, luego de trascribir el acta de los caciques, de la siguiente manera:

Hasta aquí, amigo lector, esperando que el contenido de este documento le haga reflexionar que de aquella raza indígena, no todos llevaban en sus corazones la semilla de la maldad, pues las líneas del documento anterior nos indican que muchos naturales pugnaban por la paz y el desarrollo de los pueblos. Hasta la próxima.

Es claro que para el articulista, la rebelión de los mayas de Yucatán fue porque “llevaban en sus corazones la semilla de la maldad”, no fueron las injusticias, vejaciones, violaciones y abusos los que propiciaron la guerra; es claro que para él la firma del acta de los caciques es un acto de elevada moralidad, espíritu pacifista y nobleza, no contempló que pudiera tratarse de una manifestación de mansedumbre y traición a su propia raza por parte de los caciques, actitudes motivadas por el engaño y manipulación de los gobernantes “blancos” de aquel entonces.

Es lamentable que aún en estos tiempos la verdad se tergiverse a favor de los poderosos, para que estos puedan preservar su hegemonía, abusando de esa disposición a la mansedumbre que como un lastre arrastra el maya del camino real. Jamás se alcanzará la paz y el desarrollo de los pueblos, como indica el autor, mientras la verdad siga manipulada, mientras el gobierno continúe aprovechando la ignorancia del pueblo, que confunde la nobleza con la sumisión.

Esa justicia que invoca el maya de hoy es la misma que con sangre exigieron los mayas que intervinieron en la guerra, es la justicia referida a la igualdad, al derecho a una educación de calidad, a la conservación de su medio ambiente, al respeto a sus creencias y a la misma oportunidad de trabajo para todos.

Guerra de castas fue un grito desesperado de reclamo por tres siglos de injusticias, algunas de las cuales aún persisten. La guerra no logró su cometido, pero su motivo será siempre un estandarte de lucha permanente, “la justicia”. Así lo manifiesta de manera magistral el profesor oriundo de Nunkiní, Ramón Berzunza Pinto, ganador del premio Eligio Ancona con su obra Guerra Social en Yucatán, cuando escribe en ese libro laureado:

“La guerra social o guerra de castas de 1847, fue una advertencia imponente a la civilización, Fue una luz que se proyectó desde el pasado, iluminando con siniestros resplandores el cielo de la Península y que, al apagarse, siguió iluminando a los espíritus generosos, que pregonaron después lo que en esa guerra no triunfó: la justicia social.”