martes, 13 de agosto de 2013

agosto 13, 2013
Historias de reportero | Carlos Loret de Mola Álvarez | 13-VIII-13

No habían dado las siete de la mañana cuando Chitó escuchó pasos hacia su recámara. Extendió rápido la sobrecama para tapar el tendido de barajas en el colchón y le dijo a su bisnieto que fingieran estar dormidos para que sus papás no detectaran que le estaba enseñando a jugar canasta.

Durante muchos fines de semana se salieron con la suya repitiendo el ritual. Ella se levantaba con su bata rosa de seda que lavaba a mano personalmente quizá para evitar que se destiñeran sus mejores épocas, se sentaba en el tocador de madera para acomodarse el pelo rizado suavísimo y del cajón sacaba el paquete de cartas.

Antes del mediodía, la bisabuela ya se había escondido bajo la mesa del comedor para evitar que la encontraran, había corrido para que no la alcanzaran y gritado “¡Macorinaaa!” como si se encarnara un monstruo persigue-niños.

Para la tarde, después de meter un par de goles en la cascarita de futbol, acomodaba las pequeñas porterías como si fueran los obstáculos de una carrera olímpica y hasta ella los saltaba.

La vida le había puesto obstáculos más difíciles:

Ofelia Topete Rosado nació en 1921. Fue madre a los 16 años. Abuela a los 36. Se quedó sola y así sacó adelante a su hija y a su primera nieta.

Bien plantada, maquillada y vestida. Pelo rizado y alegría contagiosa como sellos. Cuando caminaba con su hija por el Paseo de Montejo de Mérida de tan guapas les gritaban: “ahí van Corona y Coronita, tan buena la grande como la chiquita”.

Una trombosis mató a su hija única. Resistió entregada a sus bisnietos. Fui el primero. Llegué cuando tenía 55. Adoré siempre la sensación en mis dedos cuando de niño metía la mano entre esa cabellera rizada que empezaban a conquistar las canas.

Viví con ella hasta que la licenciatura me atrajo a la ciudad de México. Me propuse llevarle chocolates de cada lugar que visitara. Cuando le entregué los de Afganistán, antes de preocuparse por las balas –yucateca al fin– me preguntó: “¿pero comiste bien, hijito?”.

El día de sus 90 años se fotografió con los tres tataranietos que le aporté. Ellos se divertían paseando en su silla de ruedas por el mismo Paseo de Montejo donde cosechaba piropos de juventud.

El tiempo vence. Mi mamá, que la cuido como un ángel hasta el último instante, me confió que ya no podía comer los chocolates.

Mi “Chitó”, nuestra “Chitó”, murió este 26 de julio a la una de la mañana, sin sufrir, en el hospital al que ingresó unos días antes por infarto y neumonía. Todavía consciente, ofrecía desde la cama a quienes la visitaron: “¿no te quieres sentar?, ¿no quieres un refresquito?”.

La última vez que la vi, con oxígeno, desahuciada, volví a meter mi mano en su pelo rizado, ya totalmente blanco, más suave e inolvidable que nunca. Entrelazamos nuestros dedos y —dijeron los doctores que fue un simple reflejo— me apretó.

No hay modo de prepararse para una muerte así de cercana. Tampoco hay modo de olvidar que, en agonía, levantó las cejas cuando le propuse que se mejorara para jugar canasta como cuando escondíamos las cartas bajo las sábanas.